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E. L. Doctorow, el autor que me cambió la vida

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Julieta Lionetti

En 1994 había comenzado a escribir mi primera novela de cierta envergadura. Trataba de América, del continente no del país. Como descendiente de europeos nacida en las charcas de Buenos Aires y con los festejos delirantes del cuarto Quinto Centenario todavía frescos, sentía la imperiosa necesidad de contar el impulso tanático que llevó a tanta gente hacia el oeste —ese lugar donde reside la muerte en todas nuestras tradiciones, desde la India a Portugal— donde sobrevivieron como fantasmas de lo que habían sido.

Los festejos más o menos recientes del cuarto Quinto Centenario me habían hecho imaginar —con esa obsesión de las imágenes que solo se borran si las pones por escrito— un barco que volvía de América al Puerto de Palos en el que toda la tripulación vestía mortajas. América, al igual que la Gran Peste del siglo XIV, era la que le había permitido a Europa convertirse en lo que era. No faltaba la influencia de Tzvetan Todorov y su monumental El descubrimiento de América en estas imaginaciones mías. Soy de esas personas a las que una novela jamás le arranca una lágrima, pero a quienes un buen ensayo puede acongojarlas hasta el llanto.

En esas estaba cuando cayó entre mis manos The Waterworks, de E. L. Doctorow. Por ese entonces también ejercía de editora y la novela venía muy recomendada por una de las agentes literarias a las que más he respetado: Deborah Rogers.

Cuando pocas horas más tarde había dado cuenta de sus 300 páginas, también había comprendido que la novela que pretendía escribir ya estaba escrita. Era The Waterworks y era insuperable.  La contraté para mi editorial, Muchnik Editores, y decidí traducirla. Conviví con el imaginario de E. L. Doctorow durante muchos meses, durante los cuales trabajé mano a mano con el autor en aquella traducción que me enriqueció como pocas. El título en castellano terminó siendo El arca de agua.

E. L. Doctorow era, sobre todo, enigmático. A veces me pregunto si esa característica suya es la que responsable de que no haya tenido más lectores en el ámbito hispanohablante. En un corto viaje a Peretallada, en el corazón del Empordanet, detuvimos el coche varias veces. A su mujer y a mí nos fascinaban las masías que íbamos encontrando por el camino. Cuando llegamos a Peretallada, Doctorow me miraba, de pie junto a la puerta del coche, con esa sonrisa socarrona de los que saben reír con los ojos. Le pregunté qué pasaba y me dijo: «No sé si te has dado cuenta de que ya has comprado media docena de casas en este corto trayecto.»

Mientras traducía el penúltimo capítulo de El arca de agua, los ríos de lágrimas nublaban la pantalla del ordenador. Había circunstancias personales, además de la maestría del autor: en esos momentos, a mi madre la estaban sosteniendo en una vida artificial como la que Doctorow describe y es centro de la trama de su novela.

La novela se publicó. Horacio Vázquez Rial —que por entonces colaboraba con la editorial— se llevó un ejemplar. Estaba muy intrigado sobre los motivos que me habían llevado a descuidar el negocio para volcarme de lleno en una tarea tan ardua: la traducción. Como a los comienzos de mi carrera en el mundo de los libros.

Mi despacho estaba alejado de la puerta de entrada de la editorial. No era el más grande, pero daba a los jardines del viejo edificio de la Universidad de Barcelona. Una mañana, oigo a Vázquez Rial acercarse hasta el sancto sanctorum dando voces. «Julieta, tú estás loca. ¡Has escrito el libro de otro!», decía. Y era verdad.

Aprendí entonces que es mucho mejor ser un buen editor que un escritor de medianías y que mi vocación era crear el espacio para que otros contaran. Que la edición y la traducción eran los lugares que me tocaban para servir a la circulación de los discursos y de las historias que nos hacen humanos.

Fui publicando toda la obra de Doctorow mientras tuve una editorial. Hoy me sucede en la tarea Blanca Rosa Roca, que ha publicado puntualmente todas sus nuevas novelas y ha rescatado las del fondo. E. L. Doctorow no es un escritor de grandes ventas. Ni siquiera de ventas pequeñas. Blanca me dijo, cuando estaba por republicar El arca de agua en mi traducción, que lo único que podía hacer que Doctorow fuese conocido entre los lectores hispanohablantes era que ganara el premio Nobel.

Ya no es posible. No es un premio que se otorgue post-mortem. Pero todavía tengo la esperanza de poder compartir con miles de lectores la experiencia única de leer su obra. Les doy mi palabra de que vale la pena.