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Rodar una película, acabar con las listas negras

Un mediodía de otoño de 1959, a las 12:30 en punto, Dalton Trumbo entraba en el comedor de los estudios Universal, en Hollywood, en compañía de Eddie Lewis, Stanley Kubrick y Kirk Douglas. No era un día cualquiera. Hacía 12 años que su inclusión en las listas negras del senador McCarthy le había robado el uso de su nombre en público. Y de frecuentar sitios como ese. Era el día en que se daba el primer paso para que Dalton Trumbo recuperara lo que a ningún hombre debe serle arrebatado: su nombre.

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Gente altamente peligrosa: Bertold Brecht, Dalton Trumbo y su mujer Cleo, en 1947.

George Clooney señala en el prólogo a Yo soy Espartaco, de Kirk Douglas, que “resulta difícil imaginar hoy día lo que supuso para mucha gente la losa del macartismo”. Si Kirk Douglas tiene una virtud como narrador a lo largo de estas 222 páginas autobiográficas que escribió a los 95 años es que nunca echa sobre sí la luz hagiográfica a la que nos tienen acostumbrados las grandes estrellas.

 “Cuando en 1959 produje Espartaco –comienza– estaba intentando hacer la mejor película que fuera capaz de producir, no tratando de realizar una declaración política.” Y uno se siente predispuesto a acompañarlo en el relato. No se pondrá medallas.

 Las listas negras ya eran transparentes por entonces

 En 1959, casi todos los guionistas incluidos en la la lista de represaliados conocida como  “los 10 de Hollywood” habían vuelto a trabajar para los grandes estudios. Debían hacerlo bajo tapaderas y cobrando menos de la quinta parte de lo que en ese momento hubiese sido su verdadera cotización de mercado. Era un secreto a voces el de las tapaderas: terceros anodinos que cedían su nombre a cambio de un pellizco. Las listas negras se habían convertido en las listas de la hipocresía. Pero nadie movía ficha.

 En febrero de 1957, durante la gala para la entrega de los Oscars, cuando pronunciaron el nombre de Richard Rich para el premio a mejor guión original por la película El bravo, nadie se puso en pie y un silencio compacto e incómodo se adueñó de la sala. Richard Rich no estaba, en realidad no existía, y todo el mundo sabía que era uno de los muchos seudónimos de Dalton Trumbo.

 Ya había ganado otro en 1953, solo que lo recibió Ian McLellan Hunter, su tapadera para Vacaciones en Roma, la comedia romántica dirigida por William Wyler.

 En 1959, un tal Sam Jackson tenía un contrato con la jovencísima productora de Kirk Douglas: Bryna. Se sabía que era el guionista más rápido de Hollywood. Se sabía que era el mejor. Se sabía que era Dalton Trumbo. Ni uno ni otro se habían encontrado antes.

 Montar el número y que salga en la lotería

 No se dice en este libro, de lectura amable y gratificante, pero Kirk Douglas se había quedado con la sangre en el ojo porque Charlton Heston se había hecho con el papel protagónico de Ben-Hur, que se estrenó en 1959. Su ego necesitaba otra de romanos. Aunque tuviera que producirla él mismo a través de Bryna.

 Se encontró con la novela Espartaco (1951), del también represaliado Howard Fast. Los derechos estaban de saldo: 100 dólares de anticipo si también contrataba a Fast para hacer el guión. Universal también andaba buscando una de romanos: el estudio estaba de capa caída y necesitaba una gran producción con la cual hacer frente a la de Metro Goldwyn Meyer. Podía ser que pusiera la pasta.

 Pero nadie te da un buen puñado de dólares si no tienes:

  • un guión bueno y en fecha
  • un reparto con estrellas internacionales y taquilleras

 El guión tenía que estar listo en cuatro semanas. Y Fast no hacía honor a su nombre, no era rápido. Ni bueno: lo que entregó era imposible de filmar. Entra en escena Sam Jackson, alias Trumbo. Pero Fast no se entera. Trumbo trabaja contrarreloj y en las sombras.

 ¿Qué hacer con el reparto si pretendes tener a Lawrence Olivier, Charles Lawton y Peter Ustinov en plantilla? Todos ellos actores consagrados y directores de cine. Pues le pides al veloz Sam Jackson que te haga tantos guiones como egos hay que masajear. Ya lo arreglarás cuando empiece el rodaje.

 ¿Y el director? Lo pondrá quien pone la pasta, aunque no sea el director adecuado. El asunto es que Kirk Douglas, como él mismo dice en el libro, lo único que quería era producir y protagonizar la mejor película de la que era capaz.

 Si no tienes nombre, es difícil que te respeten

 Dalton Trumbo era el guionista mejor pagado de Hollywood cuando en 1947 fue citado para que compareciera ante el Comité de Actividades Anti-estadounidenses. Nadie se habría metido con él en ese entonces.

 Pero ahora era Sam Jackson, había escrito 250.000 palabras del guión de Espartaco, en tantas versiones como primeras figuras había que seducir para firmar el contrato. Cuando empezó el rodaje, Anthony Mann –el director elegido por Universal, con un perfil más técnico que ninguna otra cosa– no supo controlar a los divos británicos, que empezaron a rehacer el guión sobre la marcha y a capricho.

 Sale Mann y entra Stanley Kubrick, un tío acostumbrado a escribir sus propios guiones y a menejar la cámara. Alguien a quien llamaban a sus espaldas Stanley Hubris. Sam Jackson ve cómo cada día su trabajo revienta en zurcidos y parches no previstos.

 Y dice basta.

 La palabra es la palabra

 Aunque se haya entregado en un momento de desesperación.

 Los costes de la producción de Espartaco casi se habían duplicado y nadie veía el final del rodaje en el horizonte cuando Kirk Douglas recibió el telegrama de renuncia indeclinable de Trumbo, harto de que Peter Ustinov, Charles Laughton y Stanley Kubrick hicieran cambios sin consultarle. Sin guionista –y sin ese guionista– el sueño de producir la mejor película de la que fuera capaz se ahoga en la piscina de su casa de Palm Beach como si hubiese estado en un maelström.

 Cogió el coche, fue a casa de Trumbo, soportó los insultos, bebieron vodka y bourbon –que en aquellas épocas servían para hacer las paces– y cuando vio que nada lo haría volver, le dijo: “Enterremos a Sam Jackson. Será Dalton Trumbo quien figure en los créditos de esta película.” El trato quedó cerrado cuando a la mañana siguiente Douglas recibió, dedicado por Sam Jackson, el único ejemplar que Trumbo poseía de su novela de 1939 Y Johnny empuñó su fusil.

 Así fue como Dalton Trumbo, varias semanas después, entró aquel mediodía del otoño de 1959 al comedor de Universal, mientras todos los comensales se daban la vuelta y lo señalaban con el dedo.

 ♥

Si algo hace que uno tenga ganas de recomendar este libro –además de que es como ser una mosca en medio de acontecimientos que hicieron a la historia del gran cine y al cambio de clima político en los Estados Unidos en la década de 1960– es porque Kirk Douglas habla con honestidad de sí mismo y de todos los que estuvieron comprometidos en el rodaje de Espartaco, la película que acabó con las listas negras.

 Las rivalidades, los gestos generosos, las chapuzas, el afecto, la ira y la fragilidad, la soberbia y el talento, todos fluyen bajo la mirada de un anciano que rememora con la sabiduría en la mano.

 Otro acierto de esa pequeña editorial independiente que es Capitan Swing.

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