Adaptación de La playa de los ahogados

Pasen y lean La Playa de los ahogados

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Sonia Rueda

Aficionados al género detectivesco -o no- que no conozcan al inspector Leo Caldas se rendirán a sus pies con La Playa de los ahogados, cuya adaptación homónima llega a los cines siete años después de la publicación de la novela de Domingo Villar. Un libro redondo que demuestra que la intriga contemporánea no es patrimonio de los nórdicos y que los gallegos también saben matar ¡qué carallo!

En esta segunda entrega del detective Leo Caldas -primero fue Ojos de Agua y en breve llegará Cruces de Piedra, todas en Siruela– este sabueso gallego, melancólico, reflexivo, estrella radiofónica local y sibarita gastronómico de mediana edad investigará el aparente suicidio de un marinero en un pueblo de pescadores de la ría de Vigo.

Junto a él, Rafael Estévez, su tozudo y fiel ayudante, un aragonés desterrado a Galicia como castigo por su carácter indómito que vive en perpetuo colapso nervioso ante la ambigüedad sistemática de los gallegos. Su frenética cruzada por obtener una respuesta directa y clara de alguien -ya sea interrogando marineros o asesorándose sobre un menú- regala momentos antológicos de humor fresco y sirve a Domingo Villar para caricaturizar a sus paisanos como nadie.

Nada es lo que parece, ¿o sí?

La trama se complica ante la evidencia de que, al menos esta vez, Justo Castelo no se suicidó ni naufragó aunque encontraran su cuerpo en la Playa a la que el oleaje arrastra los cadáveres de la zona, la de Panxón, porque para engullir hombres la mar nunca necesitó amarrarlos con bridas verdes.

Así arranca una investigación en la que no hay testigos, nadie parece haber visto ni oído nada, no hay rastro de la barca de Justo Castelo y para colmo las primeras pesquisas apuntan a la sombra de un espectro del pasado.

A partir de ahí Villar hila una trama al más puro estilo clásico donde todos saben más de lo que cuentan y donde sólo alguien tan reflexivo y minucioso como Caldas podría desmadejar el caso sin prisa pero sin pausa mientras trata de reprimir su propia tormenta interior.

Un festín literario y sensorial

Ese ritmo mantiene cautivo a un lector que ríe ante la desesperación de Estévez, saliva ante los platos que saborea Caldas (pata con garbanzos, sardinas con cachelos, carne al caldero, chocos con arroz), suspira por un vino blanco, sucumbe a la hermosa melancolía de La canción de Soveig  que siempre silbaba el difunto , o casi cree estar a un tris de resolver el enigma del ahogado.

Supersticiones, verdades a medias, olor a taberna y a hierba luisa, sabor a vino blanco y aguardiente, gentes de mar, rutinas de lonja, vientos cargados de tierra húmeda y salitre, y un elenco de personajes de los que calan en una novela magistralmente aderezada con humor, intriga y buena dosis de gastronomía gallega que despierta en el lector algo más que el apetito por seguir leyendo. ¿O no?

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