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Los hijos de los días, un libro de compañía

Y los días se echaron a caminar. Y ellos, los días, nos hicieron. Y así fuimos nacidos nosotros, los hijos de los días, los averiguadores, los buscadores de la vida. Y si nosotros somos hijos de los días, nada tiene de raro que de cada día brote una historia. Porque los científicos dicen que estamos hechos de átomos, pero a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias. Y ahora les voy a contar algunas de esas historias nacidas de los días.

Así arranca Los hijos de los días, de Eduardo Galeano. El escritor, periodista y poeta uruguayo murió el pasado 13 de abril en Montevideo, después de cinco años de batalla contra el cáncer. La enfermedad no le impidió, en 2012, darnos un último libro, este que hoy recomendamos como libro de la semana, pero que es en realidad un libro para todo el año.

Siempre ha sido difícil encasillar la obra de Eduardo Galeano. Este, Los hijos de los días, podría definirse como un libro de compañía. El autor lo empezó un 1 de enero y lo terminó un 31 de diciembre. Cada día contó una historia breve. Es un dietario de la memoria, pero no solo de la inconmensurable memoria de Galeano, sino de la memoria del mundo. El lector puede tomarlo a cuentagotas: una historia por día. O devorarlo, encandilado por las paradojas que, con mucha ironía y sentido poético, desgrana el autor.

Aquí nos enteramos de que Adán nunca mordió la manzana o que al funeral de Carlos Marx —que tanta popularidad alcanzó en el pasado siglo— solo asistieron 11 personas, incluido el enterrador. O que Tomasa Surita se negó a pagar los impuestos en Quito esgrimiendo un argumento feminista ¡en 1782!

El tema más recurrente en Galeano es la desigualdad y cómo los hombres y mujeres se han levantado, una y otra vez, contra ella. En la obra de Galeano, la indocilidad es el signo de la vida y de la vitalidad.

Para que vayan haciendo boca antes de tomar la sabia decisión de leerlo, reproducimos una de las historias:

Un aplaudido desfile antropológico abrió los juegos olímpicos de 1904, en la ciudad norteamericana de Saint Louis. Desfilaron los negros, los indígenas, los chinos, los enanos y las mujeres. Ninguno de ellos pudo participar en las competencias atléticas, que comenzaron al día siguiente y duraron cinco meses. Fred Lorz, blanco y macho, ganó la maratón, que era la competencia más popular.

Poco después, se supo que había corrido la mitad del circuito en el automóvil de un amigo. Ésa fue la última trampa olímpica ajena a la industria química. Desde entonces, el mundo deportivo se modernizó. Ya los atletas no compiten solos. Con ellos compiten también las farmacias que contienen.

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