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Erskine Caldwell, oficio de escritor

Se dice que el autor de El camino del tabaco es una de las grandes voces del Sur de los Estados Unidos. Menos discutible es que, junto con William Faulkner, Ernest Hemingway, Ezra Pound, Francis Scott Fitzgerald, John Steinbeck o John Dos Passos, fue parte de la Generación Perdida. Expresión acuñada por Gertrude Stein que terminó señalando a los escritores estadounidenses más reputados de la primera mitad del siglo pasado.

Hay, en la literatura de Erskine Caldwell, un punto en el que resulta inclasificable. Como si Faulkner hubiese renunciado a la lírica y se dedicara al detalle. Tal vez en eso reside su grandeza y también la perplejidad que provoca en el lector.

Los 14 millones de ejemplares que se vendieron de La parcela de Dios hablan de hasta qué punto penetró la imaginación popular.

Orígenes familiares

Hijo único del pastor presbiteriano Sylvester Caldwell y la maestra Caroline Preston Bell, originaria de Virginia, su vida estuvo ligada al Sur desde el inicio. Su fecha de nacimiento no está clara: en algún momento entre 1902 y 1903.

Tanto su familia paterna como materna habían llegado a los dos Unidos antes de la Independencia y provenían de clases nobles, tanto en Inglaterra, como en Escocia e Irlanda.

Eran lo que Jorge Luis Borges habría llamado “los pobres decentes”: gente venida a menos con códigos morales rígidos.

Filias y fobias

Fue un pésimo estudiante de Literatura inglesa en Erskine College, donde nunca se graduó.

Detestaba la poesía de William Wordsworth y la prosa de Henry James.

De sus contemporáneos, admiró los relatos de Sherwood Anderson, pero confesaba con cierto desdén que su lectura favorita era el catálogo de venta por correo de Sears y Roebuck.

Le interesaban la sociología y la economía, porque creía que explicaban la vida de los hombres.

Nunca le gustó la versión cinematográfica de El camino del tabaco que hizo John Ford. Hollywood pidió un final feliz y lo tuvo. Hollywood pidió risas fáciles y las tuvo.

Oficio de escritor

Su diccionario favorito era el Webster’s Collegiate, por las etimologías.

Probó con la poesía en su juventud, pero fue solo una etapa en el crecimiento como escritor.

Aprendió a narrar escuchando relatos orales en Wrens, el pueblo de Georgia donde se crió. “Hasta el incidente más insignificante puede convertirse en una historia.”

Consideraba el periodismo su verdadera escuela de escritura, porque en una redacción hay que escribir aunque no se quiera. “Hasta las necrológicas ayudan a la ficción.”

Esperó siete años antes de publicar, escribiendo y desechando páginas en su granja de Maine.

Para terminar el día con dos o tres cuartillas buenas, escribía una media de 45. Tenía la papelera más grande del condado.

No pasó así con La parcela de Dios, que no tuvo ninguna revisión del autor ni intervención de su editor, Max Perkins.

Sostenía que uno debe usar la imaginación para lograr algo mejor que la vida, que es gris y prosaica.

Reprobaba a sus personajes, pero decía que solo podían ser así y los dejaba crecer a sus anchas.

Nunca releyó sus libros una vez que habían pasado por la imprenta. Solo los miraba para ver el efecto tipográfico.

[Para elaborar este post se utilizó información de la entrevista publicada en el No. 86, del invierno de 1982, de la revista Paris Review.]