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Los Políglotas o el viaje como estilo de vida

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Minerva Òliba

Los políglotas es una novela del desarraigo. Como tal, fundadora de una modernidad representada en poesía por T. S. Eliot; en la novela por Evelyn Waugh, Graham Greene o Kingsley Amis; en el ensayo de creación por Cyril Connolly. Todos estos pesos pesados reconocieron la influencia del escritor anglo-ruso William Gerhardie, cuya primera novela —Futility, que sigue de cerca pero con sensibilidad moderna y británica a Las tres hermanas, de Chéjov— se publicó el mismo año en que aparecían el Ulises de Joyce y La tierra baldía de Eliot y que gozó de un inmediato succès d’estime.

Es 1925. La Gran Guerra que iba a acabar con todas las guerras y la Revolución rusa han dejado en Europa un profundo sentimiento de la futilidad de la vida humana. Y esa futilidad se expresa a partir de la comedia y la ironía. Es el comienzo de una era satírica que aún no termina. La futilidad domina la poesía de Eliot, las novelas de Aldous Huxley y gran parte de la obra de D. H. Lawrence, de Ernest Hemingway e incluso de James Joyce.

No es en el estilo donde hay que encontrar los parentescos, sino en la tematización: escenas iluminadas por la luz oblicua de la risa. En Gerhardie, muy influido por Anton Chéjov —sobre quien escribió el primer ensayo aparecido en inglés— esa risa agrega la dimensión compasiva del humor ante el absurdo de la condición humana.

El viaje permanente y la estetización del desarraigo

Desde el buque que flotaba en medio de la corriente, contemplé Japón, mi tierra natal. Pero he de decirles ya mismo que no soy japonés.

Así abre Los políglotas en palabras de su narrador egocéntrico: el joven coronel Georges Hamlet Alexander Diabologh, cuyo nombre improbable, en el que hay huellas de la tradición belga, inglesa, rusa, escocesa, sueca y tantas más como para perder la cuenta, nos pone inmediatamente en antecedentes de lo que ocurrirá en esta historia.

Este es el cuento de la vida de una familia belga establecida en el Lejano Oriente, desplazada por la guerra y empobrecida por la Revolución rusa. Una familia excéntrica en más de un sentido. Y de la visita de su primo, el coronel Diabologh, en misión diplomático-militar durante la malhadada intervención británica en Rusia. Visita durante la cual se enamora de Sylvia, su prima adolescente.

Georges ha nacido en Japón, se ha criado en Rusia y se ha educado en Oxford. Sylvia, belga, sale del colegio católico al que la envían en Japón convertida en una señorita irlandesa. El ordenanza ruso es en realidad polaco; Brown, el periodista americano, es más canadiense que otra cosa; Gustave, más flamenco que valón.

El vértigo de la guerra y la Revolución produce el vagabundeo endémico y una constante pérdida de identidad, que en la novela se simbolizan en las confusas nacionalidades y los caóticos antecedentes lingüísticos de los personajes principales y secundarios.

Aquejados de neurosis varias, estos personajes para quienes la vida se ha transformado en una cuestión de causas perdidas, creencias abandonadas y lealtades imposibles van a la deriva por el ancho mundo, sin planes ni propósitos. El viaje es, entonces, una manera de mantenerse en la ficción de tener algo que hacer, aunque siempre se regrese a la idéntica situación que se abandonó temporalmente. No tienen ocupación, sólo tienen inquietudes.

La educación sentimental en un mundo ficcionalizado

Sylvia, que ha recibido la educación de una señorita en el internado católico-irlandés, no tiene, para su educación sentimental, más herramientas que las le ofrecen las columnas semanales del Daily Mirror y su consultorio amoroso. Y escribe cartas de amor infantiles bajo una tonelada de seudónimos, también infantiles.

El cortejo de Georges Hamlet es menos pueril, pero no menos superficial. Se limita a leer poemas y trozos de novelas a Sylvie: palabras que, como no le pertenecen, pueden borrarse en el momento en que llegan otras. Cuando cambie de libro.

Todos los personajes hablan muchas lenguas… y todos sienten la necesidad imperiosa de la escritura. En un contexto que parece tan absurdo como el té que sirve el Sombrero en Alicia en el país de las maravillas, la ficcionalización del mundo, el proceso de reemplazo de la realidad por palabras, aparece como la única forma de dominio de la vida moderna.

Los amores son triviales y pasajeros. Al punto que Sylvie rechaza la propuesta de matrimonio de su primo Georges porque no le gusta su nombre, para aceptar otra de parte de Georges Boulanger, vista con mejores ojos por su madre. La única constante en el amor son las motivaciones financieras, se trate de amor romántico o familiar.

En un mundo donde la palabra es el único medio de fijar la realidad, el hecho de ser políglota garantiza mil vidas y mil perversiones posibles. A cambio de perder la identidad y cierto sentido de la profundidad del yo. El dominio de muchas lenguas y su consecuente confusión de identidad van de la mano con el viaje como actividad principal, aunque este resulte  accidental.

¿Por qué leer Los políglotas casi 100 años después?

Impedimenta es una de esas editoriales que está desenterrando un pasado que queremos olvidar, a costa de que el presente nos resulte cada vez menos inteligible.

La actualidad de Los políglotas, la manera lúcida en que se enfrenta a cuestiones que se han hecho cada vez más cruciales en un mundo en el que la guerra ha sido suplantada por la globalización y en el que el viaje y la ficcionalización de la realidad a través de un periodismo exacerbado, que excede a los medios de comunicación tradicionales y se vuelca al periodismo ciudadano en las redes sociales, es innegable. Somos herederos de esa modernidad de la que William Gerhardie fue pionero.

No es una novela fácil, si entendemos por fáciles las narraciones que avanzan gracias a golpes de peripecias a través de una trama armada con la perfección de un destino. Pero así como nuestros congéneres durante la Primera Guerra, también nosotros vivimos en un mundo donde los acontecimientos son imprevisibles, en el que cualquier plan resultará en un empeoramiento de la situación, donde las buenas y las malas noticias aparecen y desaparecen con la velocidad del rayo y sin depender de nuestra voluntad o nuestros actos. Peor aun, sin dejar consecuencias. Un mundo en el que es necesario saber cuantos más idiomas mejor, en el que hay que estar preparado para el desplazamiento geográfico y cultural inmediato si uno quiere estar entre los supervivientes. Un mundo que ha acabado con viejas lealtades y creencias sin ser capaz todavía de reemplazarlas por otras.

La inanidad de estos egocéntricos superficiales se parece demasiado a nuestra vida en Twitter y Facebook. Sus viajes son demasiado iguales al turismo low-cost al que nos hemos entregado. La puerilidad de sus relaciones amorosas, aunque llenas de detalles picantes y perversos, es demasiado parecida a la ideología del buenrollismo imperante, reflejado de forma mucho más vulgar en “novelas” como Cincuenta sombras de Grey.

Todo este mundo excéntrico nos toca demasiado de cerca como para no hacer el esfuerzo artístico de perderse dentro de esta novela.

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