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Casa de muñecas y trocitos de mazapán

Si lo que te pide el cuerpo es zambullirte en los interiores de los cuadros de Johannes Vermeer como en una casa de muñecas y vivir a lo largo de 400 páginas las intrigas mortíferas del Ámsterdam de la edad dorada, donde se rinde culto a Dios y al dinero por igual, no dudes más y entrégate a la lectura de La casa de las miniaturas, de Jessie Burton.

En el invierno de 1676, Nella Oortman llega a la puerta de la casa de su flamante y casi desconocido marido, el rico comerciante Johannes Brandt. La casa, señorial e imponente, está en Herengracht, la Curva de Oro de Ámsterdam en el siglo XVII. El matrimonio es uno de conveniencia entre un señor maduro y una joven de 18 años de la nobleza rural a quien la muerte de su padre ha dejado en la ruina.

Todas las pertenencias terrenales de Nella están frente a la puerta de la casa de su marido: un arcón, un par de zapatos de piel fina y una jaula con su mascota: el periquito Peebo. Detrás de la opulencia, la espera una helada recepción: Johannes Brandt no está para darle la bienvenida. En su lugar la recibe Marin Brandt, su hermana, una mujer severa de ojos grises casi transparentes y modales ásperos, que confina a Peebo a las cocinas de los sótanos y le niega mazapán para su refrigerio porque el azúcar «enferma el alma».

Ay, los corazones de los lectores se estremecen.

Más todavía se estremecen cuando Johannes vuelve de su viaje y se muestra tan indiferente hacia la novia que ni siquiera consuma el matrimonio. En compensación, le hace un escalofriante regalo de bodas: una casa en miniatura, recubierta de carey, que reproduce todas las habitaciones de la casa, para que Nella la amueble. Estas reproducciones en miniatura fueron el no va más de la ostentación entre los ricos de Ámsterdam: podían costar hasta 10 veces lo que la casa real de un trabajador.

Una casa de muñecas tiene siempre un punto escalofriante y, en el caso de Nella, se le suma la humillación de que un marido, amable pero frío y distante,  la trate como una niña.  Para distraerse, encarga nuevas miniaturas a un proveedor que encuentra en un catálogo que le entrega Marin y, para vengarse, encarga objetos que disgusten a Marin y a su hermano Johannes. Figurillas de mazapán con mucha azúcar, la copa de esponsales que no hubo el día de su boda, el laúd que no le dejan tocar en su nueva casa.

Pero con el encargo llegan piezas no piezas no pedidas que tienen mensajes casi premonitorios y que parecen hechas por alguien que conoce la intimidad de esta extraña familia. Estas miniaturas son las que hacen avanzar la intriga de la novela, como elfos detrás de los pesados cortinados de terciopelo. Y aunque Nella quiere tomar contacto con el artesano, este nunca responde a sus billetes.

En la casa señorial de Herengracht hay muchos secretos. Unos sentimentales, otros crudamente comerciales. La casa de las miniaturas no es el menos importante.

Pero lo que de verdad esconden estos tres seres desdichados es la lucha individual de cada uno de ellos por alcanzar su cota de libertad, aunque en el camino dejen heridas como abiertas por garras. El ambiente, los escenarios y las costumbres de esta novela están trabajados minuciosamente para llevarnos a la época en la que ocurren los hechos. Las preocupaciones de sus personajes, sin embargo, tienden un puente a los lectores del siglo XXI.

Con reminiscencias de la prosa de Tracy Chevalier (La chica de la perla) y de la siempre sorprendente Sarah Waters (El lustre de la perla), La casa de las miniaturas —primera novela de Jessie Burton— tiene todos los puntos para transformarse en uno de esos bestsellers secretos que los lectores se transmiten de boca a oreja.

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